lunes, 8 de agosto de 2016

Tal vez me amigo con el invierno

El martes fue un día frío y largo.
En cuanto me desperté vi por la ventana unos tréboles que brotaron como yuyo en una maceta del alféizar y se recortaban contra el cielo plateado del amanecer, siluetas de hojas corazón, y pensé que ese minúsculo paisaje era hermoso, como un dibujo que me gustaría hacer, para acordármelo siempre.
Me puso contenta que ya no era noche cerrada, que se nota que los días, a pesar de que sigue el invierno, son ya un poco más largos. Hace poco arreglamos el calefón y no era tan terrible la idea de salir de la cama porque ya estaba resuelto lo del agua caliente. Tenía médico antes de la oficina, así que al caminar hacia el subte ya vi clarear a lo lejos. Y al salir del subte ya era del todo de día. Con la médica hablamos de viajes y de mundos posibles. Esas conversaciones que te sorprenden por el contexto, como encontrarte en el bolsillo de un saco que no usás desde el año pasado algo de plata, o mejor: alguna entrada vieja de cine, un papelito, algo que te deja de golpe en una visita emotiva al pasado.
El trabajo estuvo bien. Salir a comprar comida al mediodía y sentir el sol, aunque sea un par de cuadras, en el medio del día helado, siempre está bien. La comida es más rica, se me ocurre, con la pausa en las tareas, la intención de buscarla. Claro que no se parece a cocinar, pero en el equivalente del mundo oficina, ya es un montón despegarse un rato de la computadora, de lo pendiente y hacer una pausa, estirar las piernas un poco, respirar.
Después, y pese al frío que pedía a gritos una siesta, me fui a nadar. La pileta del club, en un quinto piso, con la cúpula de vidrio hacia el cielo, me sigue pareciendo uno de los lugares más lindos de la ciudad. En un tramo todavía daba el reflejo del sol del atardecer en el agua. Se ve que muchos fueron amedrentados por el tiempo. Solo tres o cuatro personas tomando una clase, y dos nadando en pileta libre, así que podía nadar a mi ritmo y disfrutar del silencio del agua, de la atención a los movimientos y a la respiración.
Más tarde empezaba el curso de origami que damos con Masao. Tuve que llegar en taxi, porque había una marcha y los colectivos estaban desviados y ya no hacía a tiempo a esperar con el tránsito tan atravesado. El taxista venía escuchando una radio cordobesa. La gente llamaba y le hacía preguntas a un oculista, que respondía con precisión, como si en realidad estuviera viendo a los pacientes en el estudio. El taxista me dijo que le encantaba ese programa. Que todos los médicos que iban eran “eminencias” con años de experiencia, y tan generosos de compartir lo que sabían. A mí me resultaban más bien confusas las respuestas tan específicas. No eran qué hacer si se te metió una basurita en el ojo, si no, tengo glaucoma nivel dos y así las respuestas. Pero me cayó muy bien que el señor disfrutara tanto de su radio cordobesa.
Me acordé que una vez cuando tendría ocho o nueve años, estábamos de vacaciones en la costa y salimos a caminar con mi mamá o hacer alguna compra, y una señora le empezó a hablar y caminó con nosotros un par de cuadras, y mi mamá le seguía la conversación, que no recuerdo sobre qué era, pero supongo más bien intrascendente. Después la señora se despidió y seguimos. Le pregunté a mi mamá de dónde la conocía, quién era y ella me dijo que no sabía, que no la había visto antes en su vida, pero que notó que la señora estaba sola y necesitaba charlar un rato, y entonces le charló.
Supongo que así aprendí que había que ser amable con los desconocidos.
¿Por qué me acordé de esto ahora después de tantos años, un día de frío intenso tan diferente a ese de verano de la infancia?
¿Será por ese momento que siempre pienso que la gente te sorprende? Y no solo por los desconocidos. Me acuerdo perfecto cómo me sorprendió la respuesta de mi mamá en esa caminata.
La clase de origami estuvo muy bien. Calculamos con Masao que la última vez que habíamos dado este curso fue hace unos tres años. Sin embargo, enseguida recuperamos el ritmo, nos divertimos mucho dando clases juntos y creo que se nota. La gente estaba muy contenta y entusiasta.
Ya era de noche cuando empezamos y noche cerradísima de luna nueva cuando terminamos. Me pasó a buscar Leandro, que terminaba cerca de trabajar. Nos despedimos de todos, con las bufandas hasta la nariz, guantes, y esa sensación de salir lo antes posible para llegar pronto a refugio.
Nosotros, en cambio, decidimos ir a comer a un lugar que quedaba a unas seis o siete cuadras de ahí. El barrio, con todas los negocios cerrados, salvo los de comida, se sentía bastante desierto. Atravesamos la plaza. Mientras caminábamos, tuve la sensación de estar en una ciudad de la costa, con el viento fresco que corría en un sentido, como viniendo del mar, de ahí a unas cuadras. Un mar imaginario que bordea cada barrio en las noches de invierno. Comimos rico, charlamos un poco, nos reímos. Le conté un sueño que a esa hora y después del día tan largo todavía tenía vívido y me seguía resultando curioso, pero ahora apenas lo recuerdo.
Cuando salimos del bar todavía caminamos otras cuadras hasta la avenida para tomarnos un taxi. Al llegar a casa tenía que sentarme a preparar una clase para el día siguiente. Compramos golosinas de postre. Nos dijimos apodos tiernos de enamorados.
Me sorprendí a mí misma, que siempre festejo el verano y el calor y la humedad, notando que la noche de frío no solo no me resultaba inhóspita, si no que lo estaba pasando bien, en la calle, en ese día largo, en esa noche sin luna. Como si el frío estuviera ahí, contento de estar también, entusiasmado porque la gente se la pasa admirándolo: pucha, qué frío, y el frío cada vez más orgulloso y rebosante de saber que hace bien lo que le gusta hacer.

1 comentario:

sfer dijo...

qué lindo...
y qué gusto leerte desde el otro hemisferio, aquí con el calor pegajoso y el ardor que sube desde el asfalto, sobre todo a la hora que entro a trabajar.

gracias por compartir.
y por insistir... la primera vez que enlazaste en twitter, lo vi pero se me escapó. hoy he cazado la "reposición" y me alegro :-)